viernes, 1 de julio de 2011

EL FARO

El ruido no ha cesado. Abajo el mar azota los acantilados con estrépito de temporal. Antes de levantarte de tu sillón, lo escuchas, sientes que alza sus brazos de agua y golpea furioso los arrecifes tratando de alcanzar la ventana. Lo conoces bien,  lo has contemplado desde la soledad de la cima. El océano te llama y está impaciente, sabes que un día  crecerá como un tsunami y alcanzará el faro.
Dejas la lectura y te diriges hacia el ojo de buey. Lo miras una vez más con esas pupilas cansadas de tanto navegar en los libros y los barcos que vienen y van. ¿Cuándo?, te preguntas, y te respondes mirándolo ir y venir con sus alas crispadas, ya se acerca la fecha y él está esperando como una mascota por su juguete. Entonces le hablas con voz apaciguadora, calma, calma buen amigo, falta poco. Pero también sabes que el mar no tiene amigos, es traicionero, así lo definen los pescadores, uno nunca sabe cómo va a reaccionar, lo ves tranquilo y te adentras en sus olas, y de pronto arremete como un condenado levantando sus convulsionadas manos y te ataca. Te lo dijo el buen Pedro que casi pierde la vida en una de esas, nunca te confíes de él, y tú le respondiste, cómo no, si yo no entro en sus aguas sólo nos miramos, somos amigos, y ¿qué? Observas esas aguas verdes, ahora oscurecidas por la tempestad que se aproxima. El mar se revuelca en su lecho alborotado por nubes negras que lo amenazan desde el cielo cada vez más cerca de él.
No habrá descanso esta noche, tendrás que estar atento. El viejo faro Punta Ángel, situado en el extremo sur del puerto de Valparaíso, atraviesa otro duro invierno y no debe fallar. Miras hacia el cielo revoltijado por espesas nubes, más allá, la costa se halla cubierta por la bruma. Rápido te diriges a la escalinata que te llevará a lo alto de la torre, delgada, semejante a un tubo blanco con sombrero. Subes unos escalones que circulan como una serpiente al tronco de un árbol. Vas con prisa pero luego debes detenerte, los años no te permiten subir de esa manera, la fatiga asoma, debes tener precaución, uno de estos días se puede repetir ese agudo dolor en el lado izquierdo del pecho. No se lo has dicho a nadie, no quieres alarmar a tu mujer con achaques de viejos, sin embargo, tú lo sabes bien, debes ir calmándote.
Mientras esperas unos minutos te recuerdas que Panchita, tu nieta, vino hace unas horas atrás a dejarte el termo con café y unos emparedados de fiambre para la larga jornada y te preguntó, si necesitas que Miguel, tu hijo mayor, te acompañe esta noche, pero tú eres orgulloso, aún piensas que puedes controlar todo, hasta el mar. Continúas subiendo, cada ciertos escalones, descansas. El último peldaño, tomas aire y ya estás arriba. Entras por una puerta en el piso de la torre y por fin llegas a la cumbre donde te sientes como un rey, invencible, poderoso, pero sin dinero. Sonríes, qué tonto pensamiento, te pareces a don Quijote soñando con su castillo, luchando con las aspas de un molino. Tú tienes tu faro, y su luz en cierto modo semeja a esas aspas, sólo que tú luchas contra la adversidad de los elementos para los que se adentran en enfurecidas aguas.
Después de una pausa, te colocas la capa de lona amarilla  para no mojar tu ropa y te diriges hacia la puerta que da a la terraza circular. El viento te detiene con sus manos frías y mojadas al tiempo que trata de esconderse bajo tu capa. Observas el mar, la bruma sigue subiendo, es como el aliento del océano tratando siempre de abrazar el faro. Te llama la atención un grupo de gaviotas que vuelan en las cercanías, nerviosas graznan buscando un lugar en donde protegerse, ellas saben que viene la tormenta y revolotean asustadas. Revisas que todo  esté bien fuera del barandal y entras cerrando la puerta con el pestillo. Vuelves a observar cada parte del engranaje, los fierros engrasados que la semana pasada tuviste cuidado de darles el mantenimiento, cada ventana, nada escapa a tu vista, no en vano has estado allí treinta y cinco años de tu existencia, podrías cerrar los ojos y hacer funcionar todo con exactitud, por eso te crees indispensable y no dejarás el puesto a nadie, hasta tu muerte. Eso es, que todo esté en regla.
Bajas la palanca y el enorme foco comienza a girar con un destello magnífico. Te asomas a la ventana, ves el mar encabritado rugiendo, tal vez de dolor, o a lo mejor está gozando, no lo sabes, posiblemente sea lo último, porque hace dos años atrás hubo una tormenta tan fuerte que hizo encallar a algunos barcos y barrió con el malecón tragándose a varios hombres que trabajaban en esa área, crees que es como una venganza del mar por lo que el hombre le hace cada día, claro, todo ese basural que desemboca en el océano, las aguas negras, sería largo de enumerar, por eso lo comprendes, es un ser viviente como tú, y ya tiene sus achaques. Entonces, le hablas, oye tú,  deja ese berrinche y hazme la noche sin problemas, el mar sólo contesta con un enorme latigazo sobre la espalda desnuda del roquerío.
Vas hacia la palanca de la sirena y ésta comienza a ulular con una nostalgia que te da escalofríos. Deseas que no pase nada, pero dentro de ti hay una desazón, como un mal augurio. Recuerdas que en todos estos años de presenciar las furias del océano más de algún barco varó en las playas, sí, todavía se ve la proa de uno frente a la caleta Portales, hubo otro que quedó varado sobre las rocas de la costanera, frente a la estación Bellavista. Podrías contar tantas cosas sucedidas durante tu permanencia en el faro. Ciertamente, eran otros tiempos, tenías la agilidad de la juventud, corrías de un lado a otro para mantener el estado de emergencia del faro y de avisar al encargado del puerto cualquier anomalía que tú detectaras. No falta algún barco pesquero que no alcanza a resguardarse. Las patrullas con su remolcador se mantienen en estas circunstancias muy alertas y en comunicación constante contigo. Nadie te dice el guardafaro, te llaman el capitán, y tu barco está encallado en un costado del cerro Playa Ancha a buena altura del mar. Capitán, ¿todo en orden? Y tú contestas, observando con tus catalejos,  ¡afirmativo, todo en control! Te gusta decir que tienes todo controlado. Sin embargo sabes que a tu salud  no la puedes controlar, y simplemente la ignoras.
Ahora, bajas, no hay nada que hacer por el momento, tienes la radio siempre a mano y llamas al agente de la policía marítima, le anuncias que la bruma sigue subiendo y que la tormenta caerá en cualquier instante. Te contestan que estarán pendientes de alguna posible emergencia. Miras el reloj, son las cuatro y media de la tarde, pero parece que fueran las ocho de la noche, todo está tan oscuro y ese ruido que hace el mar te inquieta. Sigues bajando, tienes ahora problemas con la rodilla izquierda, piensas que es el reumatismo, toda esa humedad que te lame los huesos cada invierno. Renqueas como el viejo caballo de tu amigo Raúl y que tanto lo quiere que no acepta que le metan un balazo en la cabeza. Tú estás igual, pero dices que mejor te peguen un tiro si los achaques te impiden venir al faro y cumplir con tu tarea.
Al llegar al cuarto de máquinas una música andina te está esperando, es la radio La Magallanes que te acompaña las veinticuatros horas. Vas hacia el ojo de buey y observas con tus catalejos la distancia, no se distingue nada, el horizonte está oscurecido, es como si el mar se subió por fin al cielo y tienen el mismo color grisáceo. Será una larga noche. Julio es un mes lluvioso y frío y el mar se alborota por nada, como si quisiera tragarse de una vez la Costanera, el barrio de la Matriz, la plaza Echauren, la parte brava del puerto, recuperar sus dominios arrebatados por el hombre. Es una lucha del humano contra los elementos, hoy le quitan unos metros, mañana el mar se desquita.
Ha comenzado a llover, el viento silva al filtrarse por las rendijas. Lluvia, viento y mar enojado, qué combinación más peligrosa. Te sirves un café y sacas uno de los panes, tu nieta siempre te prepara ricos emparedados. No quisiste que Miguel te acompañara esta noche, pero a lo mejor lo podrías necesitar. No, así está bien, se podría dar cuenta que apenas puedes subir las escaleras con esa pierna que renquea sin disimulo cuando estás solo. Una vez te caíste, tal vez sea la consecuencia de eso. Rápido desechas toda debilidad, como tú llamas al reconocer que algo anda mal en ti.
Pasan algunas horas. De pronto, sientes un estrépito en lo alto, algo ha pasado. Te sobresaltas. Estás a punto de subir a la torre cuando sientes que te están llamando por el radio. Es el guardacostas que te habla muy contrariado. Capitán, ¿qué pasa?, el faro no está encendido y tenemos una emergencia, acaba de encallar un barco mercante. Tú contestas de inmediato y muy sorprendido, ¡negativo!, dices que no puede ser, que lo tienes funcionando desde las cuatro y media. Debe ser la bruma que está muy densa, justificas. Voy a la torre, anuncias y te despides preocupado. De prisa subes, no puedes detenerte, debes llegar lo antes posible. Te preguntas, ¿qué pasó? Todo estaba en orden, la sirena aún ulula, la gente del puerto dice que es el “torito” que está bramando, como si estuviera herido. La fatiga no te deja subir, el corazón comienza a palpitar fuerte en el pecho. Espera, espera, parece decirte, mas, tú no puedes escucharlo, debes llegar a la torre y ver qué pasó, eso te puede costar caro, como que te jubilen. No, debes llegar. Te niegas a creer que ese rayo de intensa luminosidad esté apagado, es imposible, además está el motor de emergencia que no dejará que algo así suceda.
El dolor en el pecho es agudo, sientes que te falta el aire, pero sigues. Un esfuerzo más, levantas la tapa y te arrastras dentro. Desde el suelo compruebas que todo está trabajando, ¿qué es lo qué pasó? ¿Sería un corte de electricidad momentáneo? Pero no puede ser, ya que tú lo habrías sabido de inmediato pues el faro se hubiera apagado por unos breves segundos, y también está la alarma, y eso no sucedió. Entonces, no hay explicación, seguro que ha sido la bruma tan espesa que rodea  el faro.
No alcanzas a levantarte, un golpe de agua te arrastra fuera de la torre, sales sin poder creer que la puerta se ha abierto de par en par. No puede ser, dices en alta voz, no pudo abrirse sola. Una puntada se clava en tu pecho tan  aguda que te corta la respiración. El viento y la lluvia azotan tu rostro sin permitirte mirar. Sacas el radio que llevas en el bolsillo y en un esfuerzo supremo de desesperación tratas de hablar, pero no tienes voz. Otra puntada se hunde en tu pecho quitándote el aliento y quedas en el suelo retorcido de dolor, sintiendo que se te va la vida. De pronto, el viento encolerizado por la tempestad te lleva hacia el barandal y allí, crees ver una enorme lengua de agua que cae sobre ti, y como si fueras un monigote te jala. Sabías que vendría por ti, pero no tan pronto. Tú se lo pediste tantas veces y el mar siempre cumple. No puedes luchar contra esa fuerza brutal que te arrastra y te levanta en el aire para luego envolverte entre sus oscuras aguas.

Unos minutos después, sientes que algo te mece en calma, el mar te lleva entre sus alas inquietas, y una extraña paz te invade. Ya no tienes ningún dolor en el pecho y te entregas a la inmensidad líquida sin reproches.
A lo lejos oyes el  ulular del “torito” y una luminosidad radiante te ciega los ojos. Pero tú sonríes y te dejas ir.
Más allá, entre los brazos de la tormenta, un barco ha encallado y los guardacostas luchan enconadamente contra ese mar enfurecido.

2 comentarios:

  1. ¡¡¡ bravo comadre!!!... una narrativa que agarra y no suelta desde el primer párrafo; temática realista pincelando el realismo mágico como nos tienes acostumbrados,

    me gusta ese ritmo que le das a tu prosa,

    felicitaciones,

    Ro

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  2. Estimada comadre Ro, gracias por tan afables palabras, sé que viniendo de ti tienen mucho valor. Saludos cariñosos de Marianela.

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