sábado, 15 de septiembre de 2012

EL RASTRO DEL CÍCLOPE


El ojo del Cíclope me observa imperturbable
entre nubes lloronas.
Lanza sus tenues rayos a punto de desaparecer sobre el horizonte,
le imploro que no se vaya,  aun  necesito su certera flama,
mas, el crepúsculo se tiñe de su sangre ante mi  atribulada presencia,
no escucha, va cerrando su pupila embebido en su propia somnolencia,
mientras gaviotas adormiladas granan  su vuelo
buscando un espacio en las cimas  del atardecer.

 El Cíclope sigue su camino rumbo a otras tierras que entibiar
y en su lugar,
la noche, desvela su manto colmado de estrellas
en un afán de mostrarme que  todo continua bajo su comando.
Ella  abre paso a la blanca dama que peina sus cabellos en el espejo marítimo
y desde su lugar me besa como abnegada madre.

Algo aquieta mi espíritu, los miedos vuelan lejos.
Tras los cristales, los veo dirigir sus tenebrosas alas hacia un punto
indefinido en el universo.
Las nubes se han ido también siguiendo el rastro del Cíclope
como una comparsa de entusiasta alegría.

Y yo, quedo esperanzada que habrá un nuevo día para mí.
Mañana, el alba entregará otro momento de vida con su anuncio
de trinos y ruidos
y mi amado Cíclope, volverá con su carruaje festivo
a entibiar  mis recelos y despertar sueños alicientes
con promesas que cada atardecer se llevará consigo a otras latitudes,
abandonando mi destino en brazos de la vigilia.

sábado, 1 de septiembre de 2012

UN LUGAR EN EL ESPACIO


Nací, cuando los árboles se desnudan bajo el adiós de los pájaros. Al tiempo que las libélulas dejan de cortejar y bostezan un invierno que sutilmente las besa con su aliento embriagador. Así de simple, una calle abrió sus brazos para acogerme en un lecho de hojas amarillas y rojizas que ya comenzaban a adornar el álbum del Otoño.
Lloré tanto al descubrir que dejaba de ser un parásito y al crispar mis manos cogí todo el espacio que jamás hubiera pensado poseer. Lo jalé y jalé trayendo su madeja para cubrir la soledad  que acompañaría mi vida por siempre. Allí, en la orilla del mundo crecí lentamente como un reptil, cambiando mis paredes de cáscaras de huevo que me mantenían escondida en una noche sin dimensiones. Lo cierto es que fui frágil y enfermiza. Una tras otra desfilaron las enfermedades con las formas de vestidos crepusculares y se cernían a mi cuerpo tratando de cortar mi tallo aún sin madurar. Pero la naturaleza se opuso, le quebró el espinazo al siglo veinte y tuvo que dejarme el espacio para mi desarrollo.
Las tardes avanzaban como prodigios anaranjados y fui tomando una silueta alargada con una  enorme galaxia de pensamientos. Soñé que crecían de mis suspiros unas alas en forma de arpa con las que inicié mis primeros vuelos. Al leer la colección de cuentos de La Casa de Piedra, el impacto fue tremendo, no pude evitar que mis ojos se llenaran de sueños como telarañas y  de mí, brotaran las letras en un arcoíris de historias  que esparcí en las conciencias de otros niños.
Cada atardecer niños-mariposa y niñas-golondrina  me buscaban para un nuevo cuento que yo recogía de los surcos de la vida, allí, donde aún existe un rastro de savia. Y se los introducía por las orejas, por las narices y bocas, hasta llegar a la médula de los huesos, a cada fibra de sueño. Luego, al terminar, ya las ramas y hojas poblaban sus cabecitas inquietas, recolectoras de todo como una gran computadora. Me alegraba tanto el poder vaciar  mi enjambre de ideas, de entregar mis granizos en verano, mi lluvia de cometas en otoño, un temporal de ensueños en primavera y las rosas silvestres de otros planetas en invierno a aquellos niños sin nombres, con rostros de luna e ilusiones violeta. Y me entristecía cuando la tormenta de una enfermedad azotaba mis costas, detenía mi aliento, elevaba mis temperaturas tropicales y perdía mis palabras en una cuerda de violín afiebrado. Desde mi ventana agitaba mis palomas mensajeras con una leve sonrisa de crisantemos.
Nunca olvidaré aquellos días y meses en que mis piernas se fueron poco a poco adelgazando hasta llegar a convertirse en tallarines y no pudieron más sostener el resto de mi cuerpo. Y a pesar de agitar mis alas, nada pudo impedir que doña Polio, una bruja abominable, las convirtiera en cola de pez. Entonces comencé a volverme una oruga que se arrastraba hacia el umbral de la jaula, para esperar con más ansias a mis únicos amigos que  al caer la tarde llegaban como lluvia dorada, a escuchar mis relatos.
A medida que crecía en conocimiento, mi cuerpo se volvía transparente y brotaban pájaros que se elevaban al infinito, ciempiés que recorrían ciudades completas y peces que cruzaban todos los océanos sin fronteras.
Sentía que mi cuerpo se derramaba por todas las cosas, aún permaneciendo junto al umbral  o a través de la ventana, yo iba más allá de lo imaginable y no podía detenerme. Era una ansiedad de seguir, de surcar arreboles. De coger de la cola a los rayos, de cubrir con mis manos la boca de los truenos y de brincar de estrella en estrella cada vez más lejos de todo.
Entonces, una tarde, cuando en el cielo se revolcaban todos los crepúsculos y una lluvia finita y fría sembraba diamantes en el cristal del cosmos, logré llegar hasta una rara constelación en donde una estrella magnífica me cerraba un ojo y entre risas me pidió que la acompañara. Fue tan sutil su fosforescencia que llenó todos mis capítulos sin terminar y la seguí hechizada, convertida en suspiro. Al llegar a su morada, me sorprendió una comitiva de seres deformes que celebraban mi visita. Estos lucían partes diferentes; lo que a uno le faltaba, otro lo tenía y viceversa. Era divertido, encontré  que mis piernas pertenecían a un niño sin brazos y sus brazos volaban anexados a un caracol. Un gato pardo caminaba con patas de pato y un elefante nadaba como pez en un lago. Había jirafas verdes con manchas rojas y cuellos cortos. Elfos que bajaban colgados de paracaídas hechos de cascarón de huevo, duendes que cabalgaban en el lomo de un libro, cerdos azules de tanto reírse de otros cerdos con orejas de conejo. También me sorprendieron unos murciélagos con grandes ojos verdes que veían las cosas antes de que éstas fueran hechas. Me alegró tanto saber que allí  todo era normal a pesar  de la enorme diferencia  con respecto a la vida en la tierra. Un niño ciego  leía una historieta con los ojos del entendimiento, una niña sorda escuchaba con los latidos de su corazón, un joven mudo hablaba a carcajadas con el resto de sus sentidos y una mujer en coma cantaba dulcemente con sus pensamientos enraizados en un cuadro.
Sin más ni más,  decidí quedarme para siempre, pero antes, tuve que volver a la tierra, quería despedirme de mis amigos, sólo que al llegar encontré a mi madre colocando mi cuerpo en una lata de sardinas y la adornó con lágrimas y un poco de polvo de olvido. Soplé un adiós a su resignación y volví sintiéndome liberada con una paz infinita, había encontrado un lugar en el espacio en donde la palabra minusválido no existía. Tenía tantas historias que contar y esos maravillosos seres estaban ávidos de escucharme que cerré mis párpados y abrí las alas. Por fin  mi soledad floreció en miles de sonrisas.